Rapiña

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Escribe: Enrique Jaimes Escobedo

Rapiña
En Tuxtla Gutiérrez
Su pueblo y el mío
Se me ha muerto como de rayo
Cristina Dávalos
A quien tanto quería
Miguel Hernández (paráfrasis)

Busca con la mirada el número de la cama veintidós. Ahí está, es ella, se despierta.
—Hola, ¿cómo estás?
—Pues aquí, ¿cómo ves?
—¿Qué te han dicho?
—Nada todavía. No saben que tengo, pero aquí me tienen.
—Mira, ya llegó tu cena. Gracias, se dirige al enfermero.
—Ahí ponla.
—¿Te enderezo la cama?
—Así estoy bien, no tengo hambre.
—Se ve bueno.
—Al rato.
—Te traje para que leas.
—¡Ah!, ponlo ahí encima.
—Pues tienes bastante para leer.

En el cubículo que le ha sido asignado, lee:
“¿Cuándo, de qué forma, quién, en qué momento, cómo son tomadas las decisiones de trascendencia económica y política? Tal vez, alguien marcó el número telefónico de la presidencia de la República o de alguna Secretaría o del Banco de México para decir “todo está listo”. O quizás a través de los medios o en una reunión —que puede ser una buena comilona— fueron enviadas señales con el mensaje. La obligación del responsable en turno (el Secretario, el Subsecretario, ¿el Presidente mismo?) es mandar a redactar un comunicado o incluir una alocución en un discurso para ¿explicar? o ¿convencer? ¿A quién? Hay declaraciones, propósitos diametralmente opuestos en los hechos ¿Alguien, en algún lugar, de una forma, da la orden? ¿O existen fuerzas que llevan a las personas hacia determinados senderos? Qué tal si pensamos en el poderoso caballero “don Dinero”, o en el señor Mercado”.

Le anunció su alta inminente, le ordenó vestirse y esperar. Al cabo de una hora aparece.
—Señor, es todo lo que podemos hacer por usted. Este es su pase para el especialista, véalo cuanto antes. Si se siente mal, viene para acá. Que tenga buenas tardes.
Un conducto delgado, sensible por donde debe pasar una roca para ser desechada, uno de los dolores más fuertes, imagínese, por un tubito, el uréter se inflama, la hinchazón es el dolor, le dijo la residente en la visita de aquella mañana en el hospital.
No esperó más, el mismo día acudió a la ventanilla con el pase.
—Primero debe ir con su médico general.
—Oiga, si me están mandando de urgencia.
Consulta con su compañera.
—Dale la cita.
Hojea la interminable carpeta con las citas. Anota en el carnet del paciente.
—Disculpe, ¿hasta dentro de cinco meses? ¡Es urgente!
—Sólo tengo para ese día.

La ve levantarse, asistida por una amiga. Adora su cuerpo, sus ojos negros, su mirada profunda. Qué no haría por esa mujer, aunque lo haya rechazado. No es que antes ella deba resolver la crisis en su matrimonio. Siente un especial cariño por él. Juntos han emprendido algún proyecto importante. Le simpatiza, aunque teme por algún rasgo de su carácter.
—La voy a llevar al baño, la amiga.
—Bueno, que todo salga bien, dice él.
Le apena verla caminar con ese paso de enfermo, lento, débil, pendiente de no infiltrar el catéter, la bata vieja apenas cubriéndola, desgarrada como el corazón del amigo.
—¿Todo salió bien?
—Sí, ella trata de sonreír.
—¿Ya le hallaron?
—Tuberculosis, agua en los pulmones. Mira cómo están mis piernas, hinchadas; ya no están flaquitas, como siempre, se levanta la bata.
“Lo digo con sentimiento…”, piensa él cuando ella le deja ver sus muslos hinchados, la piel suave, las rodillas redondas.
—¿Y no te las pueden dejar así?
—No la amueles, hace el esfuerzo por sonreír. Me van a hacer una biopsia de mis ganglios inflamados.
—¿Cuándo?
—Mañana a las once. Mira, los viejitos de aquí al lado. Él no se le ha separado, aquí duerme, sólo sale para comer, a veces hasta le trae algo —ella le confía en secreto, no sin algo de amargura y tal vez se adelanta para responder una duda— mi esposo viene ya casi en la noche, se queda en casa al cuidado de los hijos y se va a trabajar.

Se asoma él, mira al viejo tender en el piso su cama, los retazos de una o varias cajas de cartón. Mira con desolación la escena, ella sentada en una silla desvencijada, la amiga de pie, en espera de llevar a la enferma otra vez al baño, platicando de una enfermedad ahí contraída, una gripa, la tuberculosis misma, quién lo sabe. Él quisiera permanecer más tiempo, de día y noche, ya vería cómo cumplir con su trabajo. No le corresponde, incluso para la orinadera, qué bueno, aquella amiga está con ella. Agradece su asistencia, su ayuda, piensa mientras espera la llegada del elevador, amplio, con espacio suficiente para una o dos camas, tarda mucho, decide bajar por la escalera, debe hacerse de lado en uno de los descansos para esquivar una camilla, ahí abandonada, apresura el paso cuando se percata del bulto debajo de la sábana, un cadáver, quizás el enfermero lo dejó ahí por el cambio de turno o porque fue a cenar o ¿por qué dejar ahí un cadáver a la vista de quién baje por la escalera? Le pide a la recepcionista su identificación dejada como prenda para el control de las visitas, camina cabizbajo, se siente mareado, con una fuerte opresión en el pecho. No hay en donde sentarse, sigue por el largo pasillo hasta encontrar la avenida por donde las personas, a pie, en su vehículo o en el transporte público, regresan a su refugio después de un día de trabajo.

“La debacle de la seguridad social”, detiene la lectura. ¿Qué es la crisis económica? ¿Quién la paga? Reflexiona, el desempleo, los montones de puestos en la calle, en el centro, en muchos puntos de la ciudad, de muchas ciudades. Alguien grita a los cuatro vientos “no se fije que son robadas, vea qué precios”. El anuncio del aumento a los salarios, qué risa. Sí, ello ha repercutido en las instituciones de seguridad social. Uno va, se echa un partidito de frontenis, se mete a la alberca, va a Oaxtepec, es operado en un hospital, todo del Seguro Social, sin costo o con uno mínimo; una institución grande, compleja y ahora no sólo hay quienes exigen no pagar la cuota, sino que los buitres vuelan en derredor de un caminante extenuado a fuerza del abandono, del saqueo. No esperan, comienzan a picotearlo, beben la sangre, le arrancan la piel, atacan los músculos, los órganos vitales, hay que privatizarlo, dicen.

—La verdad me sentía bien. A veces con alguna molestia. Se me pasaba. Sí, tomé algún remedio y con eso quedé muy tranquilo, aunque con un dolorcito quién sabe dónde.
—Y entonces ¿qué pasó?
—El domingo pasado, fíjate, apenas, pero igual que otras veces, se me quitó la molestia. Sí, me tomé una pastillita y bien. Pensé, ya mañana tengo mi cita. “¿Cómo se ha sentido?” me dijo el médico. Un poco para presionarlo y un poco porque era cierto, doctor, hoy, precisamente hoy me siento como cuando me dio el ataque. No sé cómo me vio o si me lo creyó, porque en ese momento comencé a sentirme mal, muy mal, me mandó a radiología y al ultrasonido, luego a urgencias, ahí me estuve dos días, no sé por qué, aunque sí, me hicieron un estudio de sangre y orina, luego ya me pasaron para acá, a piso, dicen. Mira, por aquí me inyectan, muestra el brazo con la aguja insertada en la vena y la tripa por donde baja el suero. Parece que me van a dializar. En serio, yo me sentía bien hasta cuando ya iban a cumplirse los cinco meses de mi cita.
.
“El banquete ha sido opíparo. Por el pico escurre la sangre. Eructan, defecan y aun el buche sigue repleto. Necesitan del reposo para curar el empacho, volver a emprender el vuelo. No es necesario ver tendida a la próxima víctima. Los buitres han encontrado placer en el hartazgo de la carne fresca”. Termina de leer, apaga y guarda la computadora, toma su portafolio, firma su salida, cierra con llave. Apenas le da tiempo para llegar a la cita.

Ojalá no me encuentre con el marido, pensaba él; sin embargo, ahí estaba, no le quedó más remedio que saludarlo, había ido por ella, la dieron de alta “para recuperarse en su casa”, pedir cita con el médico familiar y para el resultado de la biopsia. Ofreció sus servicios, el de transportarlos en su automóvil. El marido se sintió ofendido, claro que tiene carro.
Esta vez no desciende por la escalera. ¿De alta? ¿No necesita oxígeno? ¿Serán capaces en su casa de atenderla? ¿No urgen los resultados?
Sería el último día en verla con vida.

—Ella permaneció algunas semanas en aquel hospital de segundo nivel en Urgencias. Un año antes había sido internada, sometida a estudios; llegó a diagnosticársele leucemia, fue descartado ese padecimiento, enviada a su casa, con la recomendación de hacer natación. Así lo hizo, poco a poco, a pesar de tenerle pánico al agua, ahoga un sollozo. El malestar reapareció. La subieron a piso, las piernas hinchadas, dificultad para respirar (tenía agua en los pulmones). Su padecimiento fue diagnosticado como tuberculosis. Le suministraron diuréticos, oxígeno, además del tratamiento correspondiente y prepararla para una cirugía a fin de hacer una biopsia de sus ganglios inflamados. Al día siguiente de la operación, fue dada de alta para irse a su casa y seguir ahí con su tratamiento, a pesar de sentir aún “que le faltaba el aire”, tal vez dejando bajo su responsabilidad rentar un tanque de oxígeno en caso necesario. Acudió a su cita semanas más tarde, quedando internada, aislada (en terapia intensiva, tal vez) y, finalmente, enviada en una ambulancia al Centro Médico. Con la servilleta enjugó sus lágrimas, el amigo.
—Qué pena, qué les falta a las instituciones de seguridad social. Sí, por años la atención médica ha dejado mucho qué desear, se ha construido un edificio grande y complejo, a su vez, ha sido saqueado, a escondidas o en complicidad. Pero la crisis, mano, quesque para fomentar la producción, ¿qué ha pasado con las cuotas? ¿Se han reducido? Los trabajadores seguimos pagando y luego, que para ahorrarse una lana dar a otros la administración de las pensiones, de un dinero que está ahí y que la misma institución podría manejar. Pero no, ha servido para rescatar y dejárselo a las financieras, que lo han multiplicado prodigiosamente… para su beneficio.
—¿Y qué pasó con tu amigo? Me decías…
—Caray, tuvo piedras en los riñones o algo así. Lo sacaron del hospital, lo mandaron al especialista. Le dieron cita hasta ¡en cinco meses! Figúrate. Me contó que tuvo molestias, pero él pensó que estaba bien. Lo fui a ver la semana pasada. Su salud empeoró dramáticamente, justo en el momento de su cita, después de cinco meses. Me quedé en que iban a dializarlo.

 

 


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