Don Fernando, 1964

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Escribe: Enrique Jaimes Escobedo

Enero, inicio del ciclo escolar. La cita es a las ocho de la mañana. Don Fernando y Salvador, su ayudante, deben estar muy temprano en la escuela, abrir la puerta del estacionamiento, poner en marcha el motor del camión Ford modelo cincuenta y siete, esperar un tiempo mientras don Chava da una última sacudida a los asientos. Don Fernando es alto, debe doblar el cuello cuando, molesto, recorre el camión para poner orden en aquellas ocasiones que se ponen fuera de control, quizás aplicando una nalgada o haciendo valer su autoridad. Se hace temer, no así el bonachón de Chava quien en esas ocasiones se siente apenado por su falta de autoridad.

                Don Fernando peina hacia atrás su cabello prematuramente blanco. Días antes ha entregado al director el plan de los recorridos de mañana y tarde, el primero inicia a las siete en punto por las calles aledañas, Cairo, Tebas, voltear hacia el lado izquierdo para atravesar la avenida con el ajardinado camellón, recoger alumnos hasta la calle de La Rosa, regresar por Heraldo y volver a salir al ajardinado.  Dos calles adelante recoge a otro pasajero, abre la puerta delantera del lado izquierdo, sigue su marcha por Heliópolis, donde invariablemente anuncia su llegada mediante el claxon, dos hermanos salen hasta que la puerta del  camión está  frente a la entrada de su casa.

                En ocasiones, Moisés, de sexto año, se desempeña como  acomodador de alumnos. Casi todos prefieren sentarse junto a sus compañeros de salón o a conocidos. Hoy, a uno de los chicos le ha tocado sentarse en el asiento de adelante. Observa atentamente todas las maniobras de don Fernando, el pie oprimiendo el embrague al meter primera o cambiar las velocidades; conoce el ruido del motor cuando cesa de acelerar y no oprime el embrague, le encantaría accionar la palanca para abrir la puerta del lado derecho, también se fija en el trayecto desde donde aborda el camión, la calle por donde es conducido hasta el barrio de Tacuba. Mira los movimientos nerviosos del chofer, la franela que coge para secar el volante del sudor de las manos, morderse el labio inferior al mirar por el espejo, la frase que lanza a las muchachas,  dígame adiós les dice.

                El recorrido está perfectamente calculado aunque, como esa mañana, surge un imprevisto, el ferrocarril se ha detenido en el crucero, le impide el paso; por momentos parece reiniciar la marcha, sin embargo, se detiene, retrocede, vuelve a pararse, avanza. A don Fernando, se le hacen eternas las maniobras, coge su franela, limpia el volante,  seca su frente, se muerde los labios, hace sonar el claxon, es notoria su angustia e impotencia.

                ¿Cuánto tiempo habrá transcurrido? Seguramente diez o quince minutos, una eternidad para don Fernando y el chico sentado hasta adelante. Por fin el tren reanuda la marcha. Para el chamaco, el momento es emocionante. Don Fer arranca, acelera, cambia las velocidades, al llegar a la cuarta el vehículo parece volar y aún falta una velocidad más, así que don Fernando oprime el botón rojo pegado a la palanca de velocidades y acciona el embrague. De inmediato se escucha la respuesta del motor que parece desbocarse en una carrera  desenfrenada por la avenida Azcapotzalco, hasta que, llegado el momento, quita el pie del acelerador y comienza a frenar, don Fernando sabe que debe hacerlo lo más suave, aunque el apresurado trayecto ha puesto a todos en una expectativa que se refleja en el silencio que pocas veces se da en el vehículo.

 

Ha llegado de nuevo a la avenida con camellón, dobla hacia la derecha y en la primera calle vuelve hacerlo con dirección al plantel. A la puerta, el director espera, don Chava salta a la banqueta para ayudar y conducir a los escolares al patio desde donde caminan a sus respectivos salones. Fue la única ocasión en que, en el año, el transporte llegó con retraso.

Alguien me ha preguntado qué fue de don Fernando y de Chava.

                Años después, uno de los chicos llevó su bicicleta al taller situado en la contra esquina de la escuela. Se zafaba la cadena. Ya le habían nivelado los rines, ajustado los templadores, recorrido hacia atrás la rueda, el mecánico de ese lugar era su última esperanza. Por casualidad allí estaba don Chava. El muchacho muy correctamente lo saludó y mientras el mecánico acostaba la bicicleta entre la banqueta y la calle y saltaba sobre ella para enderezarla, el hoy joven preguntó por Don Fernando. A la escuela, dijo don Chava, no le convenía mantener el camión, en gran parte por los aumentos en el precio de la gasolina y las reparaciones que resultaban costosas por la falta de refacciones, así que vendieron el camión. Antes de eso, Don Fernando se enteró de lo que iba a suceder y desapareció, nunca nadie volvió a saber de él.

                Yo sí lo he visto, intercedió el mecánico poniendo  la bicicleta sobre las ruedas. No me lo van a creer pero yo sí un día lo vi. Don Chava y el  joven lo miraron atentamente. Ya ven que cambiaron el sentido de las calles con eso de los ejes viales. Pues una mañana que abrí el changarro más temprano clarito vi el camión conducido por Don Fernando ¡en sentido contrario! Le hice señas pero él, muy atento a su camino, como siempre, se siguió, creí oír que dijo dígame adiós, me asomé y el camión había desaparecido. Me asusté mucho. En otras ocasiones, lo he visto a él, seguro que es él, con un suéter en la mano atravesando el portón del estacionamiento de la escuela, no me lo crean, su bicicleta está lista joven.

 


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